martes, 5 de septiembre de 2017

Nadie caza ratones eléctricos

(Encuentro en la Oficina de Migración, Colombia)


Se va formando una cola que llega hasta la puerta, donde el guardia da paso a otras personas. Dentro, varios idiomas se entrelazan y se reproduce una sinfonía de murmullos burocráticos, grillos vestidos de traje y corbata.

- José Pérez Cabeza- dice una voz firme y tranquila pronunciando la “z” como una “s” que silba. Las palabras salen de un hombre pálido, situado en la mesa de la izquierda; en el centro está un hombre negro con barba; a la derecha, otro con piel casi indígena. Parece que de una mirada a los empleados se ve representado lo que en Medellín se encuentra.

Varios nombres van formulándose en el ambiente. Nicole Mary se levanta para rellenar unos papeles, Claudia Helena, José, Kevin. Un hombre alto, rubio y de ojos claros se pasea con una afroamericana que sonríe para iluminar el local, tratando de hacer parpadear la luz de flexo enfermiza. Augusto Pérez se dirige a la oficina decidido, con su pasaporte en la mano. Me nace lanzar una mirada a la fila infinita de personas que aquí son números con características particulares. Un extranjero de pelo cenizo se rasca la cabeza y a su alrededor todos buscan en el móvil la salvación a esta espera que ahoga. En el lecho de muerte, los presentes recordaremos las horas perdidas en el coma de la administración.

A mi lado un padre de familia mira fijamente a los presentes en la sala. Iba delante de mí en el primer trámite, por lo que no pude evitar escuchar su historia. Es venezolano y aquí, en Colombia, residen su mujer y su hija. Hablaba con educación y desespero. A borbotones, casi con miedo de olvidar decir la palabra que la nacionalidad pueda concederle. Él seguramente solo desee huir del miedo, de este sinvivir de no recibir el abrazo de un hogar, de una patria, de un volver para quedarse. Su expresión se transforma al ver a una niña pasar. Sonríe hasta que se le ahogan los ojos.

Escucho mi nombre y de un sobresalto por la alusión, me incorporo del asiento. Doy unos cuantos pasos y me siento frente al hombre de rasgos nativos. Sin ningún romanticismo, el papel que tengo delante flirtea conmigo. En una sola página ya me sonsaca mi nacionalidad, número de teléfono y estado civil. No se contenta con eso: me pregunta qué y dónde estudio, altura, constitución física. No se queda contemplando mi mirada; me pregunta directamente el color de ojos. Tampoco me acaricia el pelo, me exige definir su tonalidad. La textura de mi piel no le importa, el tipo de sangre sí. Quiere saber mi lenguaje. No desde mis giros sarcásticos hasta mi acento sureño: únicamente el idioma frío.

Teclean mis datos para otorgarme una nueva tarjeta, ahora estoy divida en dos identidades. Soy el superhéroe que llega de otro país para salvarse a sí mismo de la ignorancia, de la tranquilidad, de la zona de confort.


Como una gota que cae rítmicamente sobre la cabeza de un torturado, veo a estas personas teñirse de gris, enfrascadas en ordenadores, jugando a marcar el ritmo con los ratones. Olvidan que, los de verdad –amantes del queso que huyen de los gatos-, están ahí fuera disfrutando de la absoluta libertad.

martes, 8 de agosto de 2017

Brújula 1






En el momento en el que pregunta
deja de ser tan estúpido como aparentaba.
Es el movimiento que le marcan sus cuestiones por el cuerpo
el que le hizo llegar hasta este salón de piso alquilado
donde fumamos y bebemos, cantamos, escuchamos
el ruido de nuestro recitar
de nuestras ideas, aparentando
fingiendo ser quienes creemos que queremos ser.

¡Maldita sea! 
se queja
mirando el vaso vacío que de una patada tira
ya sabía que iba a acabar en el suelo
manchando la alfombra con nuestra presencia.

A cada silencio que pronuncia miles de pensamientos lo esclavizan
trayéndolo, llevándolo
lejos de la ciudad contaminada por ruidos tóxicos
ahora esta en otra parte:
en el canto de mirlo cuando lo mandan callar
en el olor a cerveza de su padre cuando antes de dormir
sin vergüenza y orgulloso
se acercaba a la cama a besarle en la mejilla
a desearle el sueño
el aún no sabe cuál es
baraja entre no sé qué química 
y la docencia
(porque uno de ellos
puede salvar a tantos de nosotros).

Quiere que le hablen claro
 porque no entiende la manía generalizada
de camuflarlo todo
y en lugar de esconderse en la trinchera
sale con el pelo despeinado
y se pregunta
¿qué me dicen
estos tanques
con todas sus armas?

No está preparado para morir,
menos que nosotros.
La sola idea le cava un hoyo en la frente
y hace que se arrugue.
Por eso se mata a vivir,
me jura -con la voz quebrada de niño-,
que quiere abarcar tantos años como para aburrirse.

Se tumba en la cama solo para mirar el cielo
me enseña canciones de rap que no me agradan
y comenta cómo diría Schopenhauer que somos idiotas.

Nunca se queda a dormir
(tiene alergia a los ácaros)
aunque más de una noche me rescató
de acabar perdida entre las calles de Santiago.
Y yo a él también,
entre discusiones feministas
y ese deseo suyo de seguir pensando
aunque duela. Porque duele.
El remedio es tratar de extraerle con precisión
lo que de su cabeza nace
antes de que el silencio
se lo lleve a mendigar pensamientos.

Pone la expresión de Rimbaud,
parece un enfant terrible y él no lo soporta.
Se comporta como un estadounidense
avergonzado de hablar inglés.
Es demasiado precioso como para creérselo
demasiado humilde como para nadar
en una piscina de competición.
Cuando lo hace, asegura que vuela.

Ya le echo de menos, le echaré de menos más.
Su conversación de salvavidas
sus ojos inmensos
ese don de ser insoportable y encantador en la misma frase.

Ya le echo de menos, le echaré de menos más
¿cómo no extrañar uno al mar?
Si él puso playa a Santiago
desde aquí se oyen sus conchas respirar:
La voz de las olas de A Coruña

el sonido que produce al hablar.

domingo, 6 de agosto de 2017

Ruptura 4


"Adoro la ambivalencia poética de una cicatriz, que tiene dos mensajes: Aquí dolióaquí sanó".

Louise Madeira



En tu vida estuviste cantando de madrugada con alguien capaz de redondear los vértices. 
Jamás supiste valorar que pudiera llorar contigo, que me desplumara las alas para hacerte cosquillas.
No quisiste ver a través de la ventana, el sol invocado por mi calor.
El cielo me escuchaba atentamente.
Las huellas se hundían en la tierra mojada de una caja para niños. 
Yo estaba preparada para despegar, para despintarme estos colores sepia. 
Te habría fabricado la espalda con mis manos,  lo sabías. 
Hacías como que lo normal era que te soplaran la mota de pólvora para mirar a tus ojos, disimulabas paseando por mi cuarto de madera. 
Te sentabas nervioso en la mesa, en la cama
Eras lo superlativo de amable aunque sabías que yo me crié con la tortuga (de Momo) interminable. Intuías que bajo mi ropa había veintiún cuentos, querías ver los dibujos pero ansiabas que yo no los leyera en alto.
Al oído, despacio
Tan lento que me quedé afónica y ya no sabremos el final, ni podremos volver a cantar de madrugada mientras 
con delicadeza, 
redondeo tus vértices.

domingo, 18 de junio de 2017

Baudelaire, no dejes que se te marchiten

Imagen de Alexis Bukowski



Llegaste con el coche blanco
en una temporada que mi casa estaba ampliándose.
Tan inmensa la sentía que acabé por decrecer
entre el abandono de los muebles viejos
y el silencio de la huida.

Venías para arrancarme del miedo la aventura
me enseñaste la conducción de copiloto.
Las aceras parecían acercarse,
estrecharse en nuestras ruedas mientras
rodábamos lejos de los crujidos de la cárcel donde dormía.

Se me olvidaba que mi cama estaba rota
cuando girabas el volante para aparcar.
Se disipaba de mi mente la estantería inestable
cuando sacabas la llave del contacto.

No solo el vehículo
también yo circulaba con las luces puestas,
la piel noche, tus manos luna
y nuestros dedos gotas cayendo al estanque.
Me colgaba jugando de tu ramas.

"Te vas a enamorar
de la fiebre amarilla colombiana
yo te corregía "de las flores de Gabo".
Tenías razón en que el dolor es siempre
más fuerte que La Gran Belleza
E incluso, irónicamente por no haberla visto
elegiste el restaurante donde Sorrentino
manchaba manteles blancos y rojos
con un queso caliente que se derretía.

Mirando a los colores fundiéndose
descubrí que no podía estar contigo
porque me bordaron la ausencia
y para ti somos una bandada.

Hoy es diferente:
mi jaula es tu pájaro,
mi distancia es tu cariño. 
Significo no lo que te soy,
sino te escribo.

Me vuelvo al Caribe y recito poemas,
te marchas a Italia y esperas la literatura en ruinas
de la ciudad que se les deshizo a los romanos
en un paisaje que nunca vi.

Fíjate bien, allí las flores quieren nacer
en cada coliseo huérfano de espectáculo.
Los turistas con sus pisadas no las dejan.
No las ignores. Allí te espero
besando todas y cada una de las plantas.
Para que sigas siendo el agua que las arrastra
e inunda
la avenida de tu futuro país de postal,
que sigue siendo (el nombre de) mi casa.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Los 7 días que pasé en Sevilla






Dentro de poco hace un mes que Atreyu (él odia que lo llame así) cumplió 22 años. Como regalo me invitó él a merendar. Es una de esas personas con bondad insoportable. Como no tuve la ocasión de hacerle un regalo decente, lo vamos a posponer; y en la espera le he escrito. No he contado como es él, no se parece para nada a una conversación que pudiéramos tener. Pero la esencia es la misma. Supongo que para eso escribimos, para ocultar la absoluta verdad en la máscara de la metáfora.






Me dices que quieres leer algo de Pessoa. Que vas a buscar en aquella nueva feria del libro de ocasión; algún ejemplar que te cure los males.

- Con lo que tardas en leer- te respondo- quizás ya se haya solucionado el problema antes de encontrar la solución.

Me miras despeinado, con los ojos entrecerrados haces una pequeña mueca y acercas la taza de té a la boca. Que tengo razón, me dices. Como siempre. Que es un horror la necesidad de comprar libros pese a que nuestra estantería esté llena de algunos sin tocar. No son camisetas, exclamas, ¡están llenos de vida, de lo que alguien es y siente! Tú antes sabías leer. Ahora sabes pasar los ojos por el papel.

- Como todos, supongo. Estamos sumidos en esta tierra de nadie, en el olimpo de mediocridad.


Quieres saber que por qué suelto frases literarias si solo estoy hablando contigo. Mi orgullo de escribiente. La necesidad de que todos sepan que yo tengo algo dentro brillante y lleno de calidez. Necesito que lo sepan. Quiero que todos lo sepan. No soporto que me digas esas cosas, afirmas señalando el gesto que pongo. Inevitable.

- No sé de qué hablas. Yo estoy con la misma cara que hace un minuto.

Y te ríes y me dices que tengo que poner la sensibilidad en lo que escribo y no en lo que vivo.
Eso es una soberana estupidez. Yo soy como soy en todos los ámbitos de mi vida. No es verdad porque me viene por épocas. A veces comprendo tanto al otro que lo machaco porque me veo en él y lo odio. Pero eso también son síntomas de mi egocentrismo.


- Madre mía, cómo estamos tan temprano. ¿Qué te parece decirme algo bonito?

Que no me haga la víctima. Me irritas. Que ya hay mucha gente que me come la oreja por esas cuatro palabras que plasmo en un papel. A ti todo eso te da igual, valoras otras cosas. ¿De qué sirve ser un artista en la obra si luego en la vida real te pudres? Para el amor propio, me atacas.

- A ver, a ti te pasa algo. No es normal este paquete de palabras que tienes destinadas a mí.

Que no es conmigo, que es con la vida en general. Encoges los hombros mientras sacas de la maleta una caja de cigarros. Esta semana te das un capricho, que estás cansado de liar.

- Además, lo haces fatal- apunto.

Pues mejor que yo. Coges el pitillo, le das un toque con él a la mesa. Supongo que lo habrás visto en alguna película. Te lo llevas a la boca y maldices porque no tienes mechero. En las sillas de al lado un señor de unos sesenta años tiene un mechero a la vista. También un periódico y la cartera. Le pides el primero. Me planteo cómo sería pedirle el periódico o la cartera. Las costumbres, saliva del ser humano. Enciendes el cigarro, das las gracias. Te desplomas sobre la silla. Estás reventado, llevas los exámenes fatal, tu ex sigue enamorada de ti y te manda mensajes de madrugada.

- Yo la imaginaba más original.

Para nada, me replicas. Me recuerdas un par de casos que rozaba el tópico más absoluto. Me alegas también que mis decisiones no tienen nada que envidiar a las suyas. Que buscamos nuestras propias desgracias.

- Ah no, qué va. Yo ahora voy a ser feliz. Este mes me toca, ¿en qué estamos? ¿Mayo? Sabes que en mayo siempre triunfé.

Bromeas diciendo que solo puedo decir eso por selectividad. Pero en cierta medida, nos gusta que nos vaya mal. Porque si no, ¿de qué hablaríamos mientras tomamos algo? ¿De lo felices que somos? Para algo inventaron las redes sociales -aunque tú ni las mires-, o las noches mirando al techo. Podemos estar tristes juntos. Se está más calentito. Alternas el cigarro y el té. Te miro y me salvas. Con nada, solo por los años que nos pesan. Porque eres capaz de decirme lo peor, sacando lo mejor. Solo tú y los que como tú; no escuchan las historias. Las han vivido conmigo. Me salvas porque es martes a las cuatro y tengo que pasar toda la tarde entre fórmulas. Este rato sin pasión pero con pureza hace que todo -desde la silla del bareto que encontramos por casualidad-, sea de la misma forma: diferente.

- Oye, que te quiero.
- Vaya por dios- me dices con exagerado sarcasmo, y sé que tú también.