domingo, 28 de septiembre de 2014

Tiritas invernales, infernales

 
Confío tan ciegamente en el designio de haberte conocido que ya no me importa la incertidumbre de una alegría pasajera que se asiente en la costumbre de tus manías.
Perecen mis manos, las letras caen sobre mis dedos, que se resbalan ante tu mirada cargada de miedos.
Tengo la sensación de que esto ya lo he vivido antes.
Quizás nos bastó esa larga melodía, tan repetitiva, para ser conscientes de que un eclipse tan pequeñito no puede llenar nuestro cielo. ¡Míralo! Mira como se ríe de lo patosa que soy colocándote las comas, corrigiendo esas faltas de ortografía -que aunque no sabes- tú mismo me reprochaste.
Y loca de alegría le pego un achuchón a ese monstruo tan pesado que no deja de meterse entre los jerseys de tu armario mientras cada noche se consiente un festín con tus miedos.
¡¡Claro que la magia existe!! Tú mismo me lo dijiste en nuestro primer paseo por París, mientras tapabas el objetivo de mi cámara y yo lo veía todo verde y amarillo, antes del azul. ¿Por qué me dejaste el azul? ¿por qué rosas? Yo sólo quería un girasol, yo sólo quería buscarte con la nariz. O con un casi beso.
Cómo pican los ojos cuando te leo en cada hojita de árbol que se me cae a los pies. Cómo pican los ojos cuando acaba el cuarto mes, y cómo pican los ojos cuando acabas de contarme el cuento y cierras la tapa. Tú sacaste mi vida de tu chistera. Tú me enseñaste el truco de reírme con la lluvia humana por las mejillas. Tú tachastes todos mis pronombres de la piel, todos los demás “nosotros”.
Y ahora, mi querido globo, piensas que es fácil llegar a aquél asteroide, y mi brazo no alcanza para estirarme hacia ti.

Sólo porque me dejé llevar por el viento de un mundo que no es el nuestro. Se me olvidaba que somos marcianos en mitad de esta maravilla de querernos con lo puesto.  



Ilustración de Paula Bonet.