lunes, 9 de julio de 2012

Nunca me ha gustado escribir dando muchos adjetivos, decorando mis palabras, porque así se puede distorsionar la idea que realmente quiero transmitir. Pero hoy haré una excepción.
Había sido siempre una persona muy curiosa. Pensaba que todo era relativo, que la objetividad no existe porque cada cerebro funciona de forma diferente. Tenía una mente que nunca dejaba de enredar, de maquinar, de recordar, qué bello recordar.
La primera idea del viaje le apasionó. Le picaba ese bichito de la curiosidad adolescente que se cuera en la cabeza de todas las adolescentes.Pero luego se fue arrepintiendo. Tenia miedo, pudor, pánico de sentirse sola, de no encajar, de no entender bien el idioma.
Empezó a morderse las uñas en el coche, primero se puso como excusa que estaba aburrida, pero más tarde la ansiedad sucumbió. Empezó a mover las piernas rítmicamente, poniendo nervioso a todos los pasajeros del vehículo.
- Deja de moverte, por favor.
- No me estoy moviendo- replicó agarrándose la pierna.
Entones ocurrió algo que la sobresaltó, que modificó todos sus esquemas mentales, cuando entraron en la sierra.
Las montañas se hallaban colocadas en filas, de una forma tan estética pero desigual que parecía haber sido diseñada. Los colores se confundían: distintas tonalidades de verde, tonalidades que jamás podrá crear el ser humano. La tierra cubría las partes que la hierba no alcanzaba, era de un marrón oscuro muy sucio, pero al verla sintió pureza. Los árboles eran totalmente irregulares, lo mismo no levantaban un palmo o acariciaban las nubes y se movían suavemente, dejandose llevar por la brisa.
Pararon, ella bajó y ya no le importaba nada. Ni la ropa, ni las dudas, ni los complejos, ni quien era, ni siquiera adonde iba.

Sólo una frase apareció en su mente, para dejar luego una sensación de libertad:

Ante la inmensidad de la naturaleza, se ve la insignificancia del ser humano.